Simetrías imposibles

25 de Agosto 2019

¿Qué relación existe entre la cultura que se manifiesta en euskera y la que se manifiesta en castellano entre nosotros? Podemos optar por una respuesta políticamente correcta, que no siendo mentira, tampoco es demasiado interesante: la relación es cada vez mejor. Va difuminándose el viejo automatismo que ideologizaba la lengua y el peso de los prejuicios de antaño. Hace tiempo que tocó a su fin la etapa de bloques, ¡vivan las grietas!, pues en las grietas surgen las flores. Pero los microprejuicios siguen ahí, sutiles y disimulados, intocables. Nos hemos acostumbrado durante mucho tiempo a juzgarnos muy superficialmente y esa mala costumbre no es fácil de erradicar. En realidad, la pregunta tiene trampa, pues da por sentado que  quienes vivimos y trabajamos en euskera constituimos un grupo cerrado y bien diferenciado. No es cierto. Para empezar, todos los creadores que trabajamos en euskera somos a nuestra vez erdaldunes [españoles o franceses], y hablamos habitualmente también en castellano, ya sea unido a nuestro trabajo o no. Nuestra vasquidad [euskaltasuna] es intermitente. Todos somos, ante todo, y en la praxis diaria, erdaldunes; y luego, algunos de nosotros, también somos euskaldunes, en algunos lugares, por unas horas. El agente de la cultura vasca, por tanto, va y viene franqueando la frontera tanto hacia un lado como hacia el otro, forma parte de su día a día el agridulce sabor de la (auto)traducción constante. Además de hacer su trabajo está obligado a ser representante de su gente, proselitista y predicador. “Y en ese mundillo vuestro, ¿qué hay de nuevo?”, nos preguntan de vez en cuando. A la ya larga lista de tareas del creador vasco, se añade la de corresponsal especializado; a veces se siente uno hablando sobre su propia cultura como el turista que acaba de regresar de un viaje por Albania. Siendo optimistas, nuestro propio cansancio es también nuestro capital; el hecho de frecuentar diferentes entornos lingüísticos con sus respectivas escalas nos enriquece. Somos responsables del marketing de nuestro mundillo, animadores casuales, abogados defensores. Buena culpa de ello la tiene la rabia que nos provoca la falta de visibilidad: aquel que se empapa por osmosis de las noticias que le llegan de Beyoncé, Rosalía o Pérez Reverte, tiene a menudo más problemas en enterarse de la existencia de creadores más cercanos, ya que entiende que el grupo cerrado de los vascos es endogámico y no va con ellos. O, mejor dicho, que no va a ninguna parte.

Bastante complicado es ganarse el pan con una vocación como la nuestra como para que no surja entre nosotros cierta “conciencia de clase”, una solidaridad entre miembros del mismo gremio, sea cual sea el idioma que utilicemos. Por descontado, esa camaradería existe. Por lo demás, el idioma no es determinante, y las afinidades estéticas pueden ser más decisivas para que surja la complicidad. Pero tampoco esto es una verdad absoluta: los ojos de quien escribe en castellano, como es lógico, están más atentos a las modas, a los suplementos literarios y a las  polémicas españolas; a mí, sin embargo, me dejan más bien frío las rencillas que a ellos les estimulan. El que escribe en castellano busca su homologación en España, y ya de paso, también pretende homologarme a mí en su escala.  Es entonces cuando me siento escritor albanés. Extranjero en mi país. Muchos de mis colegas, por su parte, se conforman por lo general con tener alguna lejana noticia del mundo del euskera. “Dame los titulares, por favor”. Como queriendo decir: “El mundo es grande; mi curiosidad también tiene sus límites”. No les falta razón; atendiendo a las estadísticas, a los vascohablantes no nos toca un Shakespeare en la lotería de Navidad.

Músicos, cineastas y actores vascos cotizan alto aquí y fuera. Eso sí, siempre y cuando el euskera quede como un matiz kitsch; mero ‘color local’. Como hace no mucho afirmara Amets Arzallus, todos estamos a favor del euskera, siempre y cuando no lo pongamos en el centro. En efecto, si fuese cuestión de orgullo, resultaría mucho más cómodo enorgullecerse de una cultura sin lengua. Entre nosotros, existen dos ejemplos claros durante las últimas décadas: la escultura y la cocina. No es casualidad que ambas disciplinas hayan sido las que más se han utilizado para vender internacionalmente –perdón por la indecencia– nuestra marca. Es más, podemos asegurar que el papel que jugó en el pasado la escultura lo ocupa hoy la cocina, y que la tan manida modernidad líquida de Zygmunt Bauman que tantas veces citamos ha liquidado literalmente a Oteiza y a Chillida, transformándolos en el sentido matérico: la gastronomía se vende como escultura efímera. Sin embargo, cuando decimos “cultura sin lengua”, nos engañamos una vez más: escultores y cocineros han alcanzado la gloria en castellano, casi siempre.

Nos han vendido la simetría del bilingüismo, pero el peso de esa simetría se apoya siempre en uno de los lados: “¿Repetiría en castellano lo que acaba de decir en euskera?”, nos piden con la mejor intención, con la excusa de poder llegar así  “a todo el mundo”. Y mordemos el anzuelo, aunque lo que estemos presentando sea una novela en euskera. Nos ejercitamos continuamente en la partición del disco duro de nuestra cabeza. Lamento decirles que eso no es simetría, sino dependencia.

Un escritor reivindicaba hace años “el derecho a no saber euskera”. No deja de ser una rareza dentro del mundo de los derechos. Me pregunto qué pasaría si aplicáramos también la simetría en este plano. ¿Qué no se le imputaría a un escritor vasco que reivindicara el derecho a no saber castellano?

Dirán que los tiempos han cambiado, que la elección es libre, que se trata de los imperativos de la globalización, que nos toca arrimar el hombro y abrazar el multiculturalismo… Iván de la Nuez, sin embargo, critica ambos en su muy recomendable ensayo “Teoría de la retaguardia”:  el multiculturalismo sería la forma de encerrar “cada fiera en su jaula”, y la globalización, a su vez, la manera de encerrar “todas las fieras en la misma jaula, siempre y cuando estén lo suficientemente domesticadas”. ¿Qué jaula elegiremos para estar en el mundo? ¿Consiste nuestra libertad en elegir jaula? Me he valido de la geometría para describir nuestra situación, pero quizás la zoología explicaría mejor algunas cosas. Que, por ejemplo, las lenguas también pugnan por un mismo espacio físico o simbólico. El euskera, en concreto, pugna por su supervivencia.

Publicado en el diario El Correo