La ciudad de la víspera

01 de Marzo 2010

 

Quizá deba achacárselo a nuestra falta de talento para exprimir lo más próximo, pero siempre he pensado que San Sebastián resulta, en general, una ciudad un tanto insípida para la literatura. La herencia arquitectónica legada por la belle époque –entre pastel merengado y postal de balneario– dota a su paisaje y a sus gentes de una pátina de insobornable apariencia que paraliza la acción e invita a un letargo burgués bastante superficial, y por añadidura, poco dado a reflexiones filosóficas. Aunque se trate de una ciudad manejable y agradable en la que vivir, sus aspiraciones parisinas y sus ínfulas venecianas rozan a veces la caricatura. El afán por conservar con obstinación las fachadas de la denominada zona romántica contrasta con la uniforme tosquedad de la mayoría de los bloques de viviendas que se han construido durante los últimos veinte años. Existe arquitectura relativamente bauhausiana o art decó de cierto interés, como en el caso de la proyectada por Florencio Mocoroa (muestra de ello el elegante catálogo recientemente publicado gracias al Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-navarros), pero la mayoría vale menos que un decorado de spaghetti western y se vende a precio del Upper East Side. La parte “preparada para la foto” es tan grande, que uno ha de escorarse mucho hacia los márgenes de la ciudad para dar con paisajes más estimulantes y personajes con cierto poso. Raymond Carver lo habría tenido difícil con el realismo sucio en nuestra ciudad: se lo barrerían –lo sucio del realismo, digo– todas las mañanas, si bien es cierto que quizá John Cheever se arreglase mejor, perteneciendo como pertenecen sus personajes a una clase media un tanto más alta.

  Por supuesto  que se trata de rascar esa apariencia de felicidad pagada de sí misma para encontrar el negro petróleo de la cruda realidad: no tardará en aflorar material interesante para la literatura. San Sebastián debería ser la ciudad ideal para explicar qué es lo que sucede en realidad cuando no sucede absolutamente nada. Haría falta en ese sentido un Michael Haneke que se atreviese a retratarnos con la dosis justa de cinismo.

  Dejando a un lado la mítica Tánger Bar de Sánchez-Ostiz, en la época contemporánea, quizá haya sido Ramón Saizarbitoria (Ehun metro, Los pasos incontables, Guárdame bajo tierra) quien mejor partido ha sabido sacar a San Sebastián, hilando finamente un nexo entre el presente de la ciudad y su acomodado pasado franquista e intercalando en su prosa el aire estanco de las apariencias y los sobreentendidos con repentinas ráfagas de violencia visible o invisible –tensionada siempre– que asaltan inesperadamente la ciudad. La hipocresía del paseo exhibicionista por la Concha los domingos, la parálisis del bon vivant y el sopor que anula todo intento por subvertir el orden establecido, han sido también retratados con maestría por el joven autor Harkaitz Zubiri en su colección de relatos Zakur kale, lamentablemente no disponible aún en castellano.  Cuando la galerna ahuyenta a los turistas y arrecia la tormenta, la ciudad muta de inmediato hacia tonos melancólicos: las canciones de Imanol reflejan con acierto el aire a salitre y a algas en estado de descomposición, un arrebato de nostalgia mientras el vendaval arranca ramas a los tamarices. Otro tanto sucede con cantantes como Diego Vasallo o Rafa Berrio, músicos con fuertes inquietudes literarias que conforman el reverso tenebroso del Donosti pop y cuyas letras se nutren de una parte de la ciudad menos obvia, más espectral y oscura, soterrada, más cercana a los abismos mentales; ese ambiente crepuscular y brumoso que flotaba también a ratos en aquella San Sebastián decadentemente seductora, si bien algo irreal, de El invierno en Lisboa. Sólo mediante la incisiva inteligencia y la tierna mirada de poetas y caminantes como Jorge G. Aranguren (Qué perezosos pies) o Karmelo C. Iribarren (Seguro que esta historia te suena, Atravesando la noche) puede uno intuir otras pulsiones que la ciudad esconde: existen bailes más sórdidos tras el desfile de disfraces, profusión de sillas de ruedas en una ciudad que envejece, los habituales del anís, los paraguas rotos, los hoteles con aire de Edward Hopper; los bares y los días, en definitiva. En su relato Dejadme los leones, recogido en el volumen De un abril frío, Jorge G. Aranguren evocaba la figura del pescador urbano cuyo ritmo vital sigue marcando la marea de la tarde: “siempre que miro al mar con fijeza pienso en la muerte. Pero no en la mía propia, que ni tan siquiera me interesa, sino en la muerte como principio, fin o solución de algo”.  La poeta Eli Tolaretxipi ha dado a uno de sus poemas más potentes de El especulador el título Ulía, agosto de 1970, ubicando un recuerdo infantil en Ulía, el tercer monte (tras Igueldo y Urgull) al que puede escaparse el paseante walseriano en busca de la distancia adecuada con respecto a sí mismo.

  Otra autora que sabe sacar partido a la geografía donostiarra sin que ésta moleste ni distorsione la naturaleza de la lírica del relato es Luisa Etxenike, cuya novela Los peces negros delimita los barrios y las coordenadas vitales de la ciudad, desde el Puente de Hierro hasta el puente del Kursaal, dos de las construcciones más subyugadoras de Donostia. Con breves pinceladas, ambienta y refuerza su historia, acertando de pleno a la hora de clavar los alfileres al mapa de la ciudad, a la que llama en cierto momento la ciudad de la víspera: “Barómetro roto en la fachada de una joyería, el anuncio antiguo de un garaje, los relojitos de las mareas de la Plaza Guipúzcoa. Un buzón de piedra. Los timbres dorados, relucientes, de algunos portales de la calle Prim.” Otro emplazamiento sumamente literario por destartalado y poco aprovechado –Etxenike lo utiliza también en Los peces negros– es el parque de atracciones del monte Igueldo, que con su Río Misterioso, sus catalejos de moneda, su laberinto y su funicular, no tiene tanto que envidiar, salvando las distancias, a Coney Island. La denominación elegida para la Montaña Suiza del parque (no podía llamársele Rusa durante el Franquismo) retrata a la perfección el escaso afán por meterse en camisas de once varas que predomina en la ciudad, a pesar de los pesares, y a pesar de que el cine y los medios se hayan ocupado de dar una imagen un tanto belfástica de la ciudad. 

  “[La ciudad] Se va comiendo a sí misma, se sustituye. No queda prácticamente nada de la ciudad que conocí de niño” afirma uno de los personajes de Etxenike en Los peces negros, y quizá sea cierto: ha cambiado bastante durante los últimos cuatro lustros. Ha crecido hacia la periferia de una forma no demasiado armónica, hasta chocar con los pueblos colindantes. Los bares cierran ahora más temprano porque somos más europeos y más educados.  Las infraestructuras se han reforzado, se ha invertido muchísimo dinero para que el teatro Victoria Eugenia siga estando preparado por si el espíritu de la difunta Victoria Eugenia asiste a una fantasmagórica e improbable reinauguración. Apariencia y cartoné, una vez más. Solamente los cubos del Kursaal se abren hacia el futuro, rompiendo la armonía sin acabar de romperla del todo, regalando al cielo un encerado cristalino de colores y brillos cambiantes que no son sino prismas que refulgen con diferentes humores y tonos dependiendo del ángulo del sol y de la hora del día.

  Hay en la ciudad eventos culturales de sobra que podrían funcionar como telón de fondo de mil historias: el festival de jazz y el de cine son quizá los más obvios. Son incontables las estrellas de Hollywood que nos han visitado durante los últimos 50 años, y sin embargo, no hemos sido capaces de insuflarles vida literaria: daría para mucho, por ejemplo, el paso por la ciudad de Alfred Hitchcock,  al que el recientemente fallecido Iván Zulueta, a la sazón un inquieto chaval, sacó más de una instantánea  durante su estancia, allá por 1963. El festival donostiarra acumula a lo largo de los años un rosario de anécdotas y leyendas urbanas, como la de Willem Dafoe retozando en plena playa de la Concha tras abandonar una discoteca a altas horas de la madrugada, pero ni éstas ni los entresijos que se ocultan tras la organización de un evento de tal escala han sido exprimidos como material de ficción con cierta enjundia. 

  En el fondo, y me alegra que así suceda, veo ahora que mi tesis inicial era totalmente errónea: San Sebastián es la ciudad ideal para la literatura. Todo está por hacer en la ciudad de la víspera. 

  Que Nuestra Señora del Talento nos asista.

Publicado en la revista Quimera