Piedra, papel, tijera
El mito de Sísifo nos sienta como un traje hecho a medida. Su insistencia al conducir la piedra a la cumbre –¡tenía que ser una piedra y tenía que empujarla hacia la cumbre!– no obtiene más premio que el castigo de volver a empezar. La piedra se precipita montaña abajo condenando a Sísifo a retomar una y otra vez su labor inconclusa. Nuestra pesadilla se resume en tres palabras: empezar de cero. Y no solamente en un sentido metafísico. Tampoco figurado. Los cierres de Egin y de Egunkaria llegaron en un momento en el que las tijeras de la censura sistemática parecían parte del pasado, y afectaron, no a contenidos concretos, sino a estructuras enteras. Sentimos que aquel tijeretezo nos cercenaba las cuerdas vocales; no se trató de un golpe, sino de una mutilación.
Me he pasado demasiados años tratando de responder educadamente a la pregunta de “¿por qué escribir en euskera?”, una cuestión que quien se tiene por hegemónico plantea para reprocharnos veladamente un localismo cerril (“No se te ocurriría preguntar eso a un alemán, ¿verdad?”). Querámoslo o no, el idioma es a veces también el nudo. Y quien dice nudo dice “trama”. Algunos idiomas ponen a trabajar a la policía inmediatamente. Otros, no tanto. Hasta el punto en que el idioma acaba siendo parte del argumento. También hasta el extremo –por qué no decirlo– de convertir algunas frases en intraducibles (“Hau orain euskaraz idazten ari naiz”, por ejemplo, es imposible de traducir fielmente al castellano, dado que nos vemos en la disyuntiva de elegir entre la literal y falsa “Esto lo estoy escribiendo ahora en euskera” o la verídica pero incorrecta “Esto lo estoy escribiendo ahora en castellano”).
Asumámoslo de una vez: las cosas no pueden contarse como fueron. Pueden contarse tal y como uno las vivió, tal y como las recordamos, tal y como nos las han contado o como presuntamente sucedieron… Pueden contarse revistiéndolas de un contexto, con un lenguaje matemático, en prosa o en verso. Pueden contarse in extenso o de forma escueta. Atendiendo al testimonio de los testigos o basándonos en las estadísticas o en las especulaciones. Partiendo desde el principio o empezando desde el final. El periodismo es el arte de utilizar, rechazar o dosificar todos estos instrumentos y posibilidades. Su voz, su criterio y el punto de vista que elija acompañarán en ese desempeño al periodista. Consciente de que los hechos no pueden contarse tal y como fueron, intentar hacerlo es su deber. Un trabajo, en honor a la verdad, tan loable como imposible. También el periodista, como Sísifo, deberá empezar de nuevo cada día.
Pero allí donde acaba la crónica, en un punto indeterminado más allá de los hechos, empiezan los ecos. Y el oído de la literatura se asoma atento a esas reverberaciones. A la deformación de la realidad. A los sueños y a las pesadillas. El escritor se apropia de todo: falsas creencias, rumores, fantasías, descartes… Todo aquello que nadie quiso contarnos o que ni siquiera nos atrevemos a confesarnos a nosotros mismos. Aquello que sabiendo que no es verdad nos gustaría creer. Pero también lo que nos consta que es cierto y que, por ello, no deseamos olvidar por nada del mundo. ¿Es quizá allí donde acaban la crónica del periodista y la argumentación de la juez donde empieza la labor del escritor?
Puede que el singular diario llamado Elea que hemos recreado en esta obra de teatro no sea exactamente Euskaldunon Egunkaria, pero me gustaría pensar que Los papeles de Sísifo sí son un espejo en el que podemos sentirnos reflejados.
[Texto escrito para el programa de mano de la obra teatral Los papeles de Sísifo]