Casa Laboa
Aquella antigua casa parecía un
balneario destartalado. Gentes de toda clase, edad y condición permanecían,
como yo, a la espera, todos con la misma incertidumbre. Había entre ellos, eso
era lo más terrible, niños y niñas de la más tierna edad.
-¡El siguiente!
Ese era yo.
Máquinas de escribir que amontonaban polvo y criaban telarañas, tampones de caucho por doquier. Un pálido funcionario me miraba de frente, ojos sellados en el rostro como tinta sobre formulario. Los rayos de un sol cenital se introducían por la ventana, inclementes. La luz que me cegaba no parecía molestar lo más mínimo al matasanos que tenía en frente Él permanecía de espaldas a la ventana. Cierto que no podía pasar por alto aquel detalle: nos encontrábamos en su despacho y no en el mío.
Se dirigió a mí con desgana, sin levantar la mirada de mi ficha.
-Imagino que está al corriente: falleció usted a día de ayer, a las diecinueve horas cuatro minutos exactamente, víctima de un infarto.
Tendría que habérmelo figurado: aquel rígido golpe. Un infarto, diablos. ¿No pudo haber sido algo más vistoso, menos vulgar? Me guardé mis pensamientos para mí, sobra decirlo.
-Ignoro si es usted creyente. Si lo es, me corresponde a mí comunicarle, en tanto en cuanto soy remunerado por ello, que no existe cielo ni infierno, que no existe aquí castigo alguno para el pecado ni recompensa de ninguna clase para lo bien obrado.
Era de esperar, vaya novedad.
-Tampoco existe el limbo… O sí, según se mire. De hecho, se encuentra en una especie de limbo. Ésta es una ubicación de paso, provisional. Solamente permanecerá usted aquí hasta que tome la decisión. De usted depende.
-¿La decisión? ¿Qué decisión?
-Las enfermeras le explicarán el procedimiento. Y ahora, si me disculpa… Se nos acumula el trabajo.
Para cuando quise darme cuenta ya había estampado el sello sobre mi ficha y me había despachado con desaire.
Fui conducido a una habitación con olor a cerrado. (Un manicomio sin locos, un sobrio hospital para estrellas de rock que se hubiesen decidido a abandonar algún hábito insano, un caserón decadente invadido por hiedras trepadoras que en tiempos fuese la residencia estival de algún dictador. A todos ellos se parecía el lugar. Puede que no tanto al decadente caserón abandonado por el dictador. Estos no abandonan sus residencias tan a la ligera). ¿Con qué oscuro fin me habían trasladado allí?
-La cuestión es sencilla –me aclaró la enfermera–, debe elegir: decantarse libremente por una canción; a partir de ese instante vivirá usted en el interior de esa canción y la canción será lo único que recuerde el resto de la eternidad. Sentirá y padecerá lo que sienten y padecen los protagonistas de la canción que haya elegido, y no recordará absolutamente nada de su vida anterior. La discoteca se encuentra en el piso de abajo, puede usted consultar todos los discos que desee.
Estoy muerto y he de elegir una canción para quedarme a vivir en ella. ¡Menudo dilema! ¿He de elegir acaso la canción que más veces he escuchado? Esa sería 50 ways to leave your lover en sus múltiples versiones, siendo mi predilecta la que realizan el teclista escandinavo Bugge Wesseltoft y la cantante Sidsel Endresen, superando con creces el original de Paul Simon. Pero es demasiado triste. Es, de hecho, una de las versiones más tristes de la historia de la música, en reñida competencia con Strange fruit de Billie Holiday (canciones tristes ambas dos, pero a su vez reconfortantes). ¿Debería entonces elegir la que más he escuchado últimamente? Esa no es otra que Driver surprise me de The National o algo de los Death Cab for Cutie o los Clem Snide. ¿La que menos posibilidades tiene de aburrirme en el futuro? Esa canción no podría tener una letra, debería ser sin duda instrumental. Una balada de jazz con notas largas, trompeta en sordina y el contrabajo en primer término. Cualquier melodía de Kind of Blue de Miles Davis. ¿Me debo, quizá, a mis amigos cantantes? ¿Por qué no hacerme enterrar en una canción cantada por una buena amiga? ¿Me debo a The Cure, a los Pixies y a la anglofilia adolescente? ¿A mi idioma materno el euskera, y a sus mitos vivientes, como Ruper Ordorika o Maddi Oihenart? ¿No les suenan, verdad? Es lo que tiene cantar en lenguas minoritarias: morirán siendo tesoros por descubrir.
Me decido finalmente por una canción que consiguió reconciliarme con mis vecinos. Ya se sabe que lo más sencillo es odiar a los vecinos. Sobre todo en estas, nuestras viviendas con paredes demasiado finas en las que se oye todo. Porque los vecinos hablan demasiado fuerte, porque les da por bailar cumbias y bachatas de madrugada, porque sus perros ladran y aúllan a todas horas, porque dan portazos. Porque cierran los cerrojos con doble vuelta cada vez, provocando una especie de latigazos metálicos muy molestos que hacen vibrar todo el edificio. La voz de tus vecinos se asemeja a la voz de tu conciencia. No la ves, pero está ahí. Esos ecos cercanos, ¿de dónde vienen? ¿A través de las columnas de madera o de las tablillas del suelo? ¿Se filtran del piso superior o del apartamento contiguo? ¿De nuestro propio portal o desde el portal de al lado? En efecto, odio las casas de madera, tan permeables a los sonidos. Odio ésta, mi casa.
A veces, sin embargo, sucede algo que nos reconcilia con estos viejos pisos abuhardillados. Por ejemplo aquel día de diciembre de 2008, cuando la radio informó de la muerte de Mikel Laboa, el gran renovador, el gran vanguardista, el cantautor vasco por antonomasia. Un cantante que sin una gran voz y sin ser un virtuoso de la guitarra supo retratar el mundo de los vascos y volcar el resto del mundo en él. ¿Sus influencias? Atahualpa Yupanqui, el payaso Charlie Rivel, Violeta Parra, Edith Piaf, John Cage, Camarón de la Isla, la tradición oral vasca. Desde el fado hasta la música experimental, pasando por los cantos populares, nada le fue ajeno. Psiquiatra de profesión, utilizó también la música como terapia, con niños con problemas cognitivos. Fue aquel día de 2008 cuando muy de mañana, mientras puse en honor a Mikel Laboa en mi tocadiscos Gaberako aterbea, uno de mis odiosos vecinos hizo lo propio en el piso de abajo, poniendo esa misma canción en su reproductor, con un retardo de pocos segundos que hacía eco al disco que yo mismo escuchaba. El día en que Mikel Laboa había muerto, dos Laboas sonaban al unísono, en un experimento que hubiese divertido a buen seguro al cantante. Gaberako aterbea (Refugio nocturno) es un poema de Bertold Brecht, que Mikel Laboa canta traducido al euskera. Viene a decir más o menos así: “Me han contado que en Nueva York, en la esquina de la calle 26 con Broadway, en los meses de invierno, hay un hombre todas las noches, que, rogando a los transeúntes, procura refugio a los desesperados que allí se reúnen. Al mundo así no se le cambia. Las relaciones entre los hombres no son mejores. No es ésta la forma de hacer más corta la era de la explotación; pero algunos hombres tienen cama por una noche. Durante toda una noche están resguardados del viento, y la nieve a ellos destinada cae en la calle”.
Dicen que es la voz de quienes nos dejan lo primero que olvidamos de ellos. Los cantantes tienen el privilegio de poder combatir ese olvido. Cuando el vecino de abajo se unió a mi homenaje y puso también esa canción sentí que los dedos de los pies se me convertían en raíces que se unían a la vieja tarima del piso. Me quedé de pie, paralizado, inmóvil. Es lo que tienen las raíces, que surgen de improviso aunque reniegues de ellas. Cuánta gente no habrá cambiado de barrio, de país, de continente, solo por huir de la peste, de sus propias raíces al pudrirse… Y, sin embargo, están ahí. De mi identidad apenas puedo decir más que eso: que soy de Laboa, del caserío Laboa, de Avenida Laboa, de Vereda Laboa, de un pueblo llamado Laboa, allí donde mi lengua se vuelca al mundo y el mundo se vuelca a mi lengua. Soy del Barrio Laboa, y suya es la canción que elijo, porque allí hasta los perros me conocen, y dejan de ladrar a medida que me acerco a casa.
Texto escrito para la lectura "Melodía desencadenada" en el FILBA de Santiago de Chile. Biblioteca Nicanor Parra. Participaron: Emiliano Monge, Francisca Valenzuela, Álvaro Bisama, Adam Thirlwell. Presentó: Manuel Maira.